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sábado, 27 de agosto de 2011

Cuento premiado en el Certámen literario "Historia de Inmigrantes"

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CABELLO PÚRPURA
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Cuento breve.
De: Liliana González  (Eifel)
Cuento acreedor al tercer premio del Concurso literario 2011
"Historia de Inmigrantes" 
Organizado por la Junta de Estudios Históricos del Barrio de Liniers
y Club de Leones Buenos Aires-Liniers.
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Mil novecientos dieciocho. La  familia de Elena habitaba una empobrecida  región del sur de Italia, Calabria,  allí donde el paisaje campestre parecía confundirse con el genio encarnizado de sus habitantes.  Ella  formaba parte de un hogar firmemente establecido, resultado del  incansable  denuedo  del cabeza de familia, su padre.  Elena acumulaba un  dolor desmedido… dolor  desatado por  la muerte de más de un millón de jóvenes caídos en combate durante la gran guerra,  entre los que se halló su queridísimo hermano mayor… amontonaba el suplicio sembrado por el  arañazo  del  hambre y la desnudez.  Era la más pequeña de los cuatro  hijos  concebidos  por don Pablo y doña Carmen. A pesar del color de  tez  típico de sus paisanos, fue la única que fusionó  sus rizos carmesí con el  tinte moreno de su piel....
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La desdicha pareció colmar sus  sinsabores cuando  por segunda vez  se manifestó   la muerte, esa enemiga de rostro gris y agudo aguijón. En esta ocasión se llevó los radiantes treinta y dos años de su madre y a  partir de esa pérdida, conserva  esa doliente mirada que la convierte en una mujer casi  misteriosa. .
A pesar de sus inexpertos pero  azotados  dieciséis años, supo hacerle frente a  la intensa pesadumbre de su padre, el  destemplado  don Pablo.
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Franqueada la espada  filosa de la guerra, este hombre tosco  amasó  una pequeña fortuna que lo instaló en un estilo de vida convenientemente  holgado.  No obstante, su viudez  le provocó   el amargo surco de la desesperanza. La ausencia de esa  compañera  que  lo ayudó con estoicismo a sosegar  su carácter  indomable, talló  su corazón  como con hierro de marcar.
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Dormir en su cama le devolvió incontables noches de desvelo. Los  muebles de la sala, construidos por las diligentes manos de sus dos hijos mayores y las mías,  lo agobiaban como si  estuvieran adosados a su espalda que ya comenzaba a doblarse.  El  encanto del  perfecto jardín que sobresalía  a través de  su gran variedad de flores y arbustos  le  recordaban  desafiantes,  las tardes primaverales en las que solía pasear robando  la mano tersa  de su esposa. Siempre en silencio, tan  inexpresivo y  peculiar en los hombres de esa  sociedad en la que se desenvolvía.
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La  regalía de ser  la luz de los ojos de su padre no impidió que Elena se sintiera sola,  y haciéndose eco  de mi situación semejante a la suya en numerosos  aspectos,  reparó en mi  presencia  por  primera vez.  Así  nos convertimos en amigos entrañables. Unidos por un lazo de honestidad  que nos mantuvo fuertes y enteros  ante cualquier calamidad.
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Desde el establo  solíamos observar  los movimientos de la casa supervisados por la mirada siempre enigmática de mi madre, quien encrespaba con sus dedos mis rebeldes rulos rojos, a menudo culpables de que me confundieran con una niña, a mí, que con mis agitados catorce  años destilaba rebeldía  por cada  poro de mi piel.
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Elena  me lo confiaba  todo…sus  noches  de vigilia vacíos de los cuentos de su madre,  los paseos que juntas perpetraban  para descubrir  los lugares más  pintorescos de su pueblo,  los silenciosos pero agradables momentos en los  que toda la familia compartía la cena y hasta  el  maduro romance  que había iniciado con un muchachito de la comarca lindante que  la superaba en dos años.
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Es sumamente apreciable que nuestras  mentes jamás  hayan truncado esa leal amistad con deseos deshonestos. Hasta el día de hoy ese  vínculo continúa siendo una quimera,  un compromiso imposible de explicar.
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En el marco de estas circunstancias, don Pablo decidió mudarse a la Argentina con su familia en pleno.  Se situaron en el  armonioso  palmar de Entre Ríos, donde parecía que el verde se  mezclaba con las doradas nubes del ocaso. Con ellos nos mudamos  mi madre y yo, sus obreros de toda la vida.  En esta provincia  del noreste argentino  el tiempo preparó la táctica del olvido y  mi patrón volvió a casarse. Lo  hizo con una industriosa  mujer  que le dio otros dos hijos varones. Todos lucharon  hombro a hombro  con el fin de  alcanzar una posición acomodada que les concediera solidez económica  y un nombre digno.
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Bajo el apoyo incondicional de Mercedes,  la nueva compañera de don Pablo, pudo lograrse que las dos familias  conformaran una sola.  Los esposos y los cinco hijos,  incluida Elena, construyeron una gran  fortaleza en la que yo quedé indiscutiblemente excluido.
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Se desmoronaron las conversaciones  mañaneras. El retozar  juntos  al son de  nuestras dos cabezas pelirrojas y ensortijadas que  se confundían por el viento, quedó en  el arcón de los recuerdos.
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Como era de suponer, con el pasar de los años encontré una  sensitiva mujer  con la que me casé prontamente, Alejandra.  Resultó   imposible resistirme  a su personalidad avasallante. Además,  ante la súbita  muerte de mi madre, yo necesitaba  con intensidad  una mujer  de ese temple  con quien compartir  mi  vida.
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Estas remembranzas  acudían a mi mente de manera vertiginosa,  mientras viajaba  rumbo  hacia la  suntuosa  casa del padre de Elena. Decidí  ir solo porque  esta cita parecía presagiar cierta suerte de solemnidad.
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Al estacionar el auto en la puerta de entrada,  desde una de las ventanas  se escucharon  al unísono un conjunto de voces mezcladas. Entre ellas la de Elena, mi fiel y olvidada amiga.
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Demoré  demasiado tiempo para  oprimir el timbre.  Se apoderó  de mí  un profundo deseo de querer huir de allí. Algo me decía que un suceso  extraño estaba  por acaecer. Pero al fin lo presioné con firmeza.
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L
a mismísima Elena me abrió  la puerta,  liberó  un temeroso beso  en mi  mejilla y miró  a todos los presentes  con los ojos desorbitados por el asombro.  Asombro que se dibujó en cada uno de los rostros  excepto en el de don Pablo. Hasta en el mío, que parecía deformarse ante tantas perplejidades  bombardeadas  desde mi  imaginación.
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Sin demora alguna, como para quebrar el  témpano que nos había entumecido el  habla, la voz del dueño de casa sonó firme y sonora. La noticia de que  deseaba hacer  su testamento nos impresionó en demasía  ya  que no era  lo esperado;  pero…¿ cuál era la razón de mi presencia  dentro de ese proyecto?
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De pronto se le escuchó decir - Tengo dos casas en la costa argentina y cuatro aquí, en Entre Ríos. Acumulé una fortuna nada despreciable y manejo una importante empresa química que dejaré a cargo de mis seis hijos-
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-Ya no tengo  vergüenza (sus ojos se demoraron en los míos) de expresarles que el eficiente Ernesto, reflejo cabal de Elena, es el hijo que gesté con la mujer que más amé en mi vida -
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Se congelaron todas las miradas y  nuestros  oídos se soltaron agitados entre  las redondeces del número  seis.  Éstas fueron las declaraciones de don Pablo.
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Cuando agregó que el haber quedado viudo por segunda vez  lo  impulsó a  expresar las noticias que estaba anunciando  ya  estábamos  sordos. Éramos únicamente ojos. Cuatro  pares enfocados  hacia mí y hacia Elena, se demoraron con actitud investigadora sobre mi cabeza roja y la llameante  cabellera de ella, sobre sus ojos grises y sobre los míos aún más grises, sobre nuestras pecas ya deslustradas por las  pisadas del  tiempo.
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Ahora  la voz del que ya puedo llamar mi padre retumbaba  lejana. Sin embargo temblé  cuando reparé en su mano grotesca apretando mi  hombro y sus lágrimas mojando mi camisa. .
Mis hermanos demostraron  alegría palmeando  mi espalda uno por uno. Mientras se iban retirando con increíble naturalidad, cada cual recibía la documentación  que acreditaba  nuestra herencia. Sólo yo quedé con los brazos caídos, pegados al cuerpo, como si tuviera los pies hundidos en el piso, como si los demás estuvieran haciendo algo equivocado.
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Ella me extendió un sobre marrón y me  condujo de la mano hasta el  sillón del living. Por vez primera  nuestras miradas descifraron nuestro asombroso  enigma…el de un sentimiento puro y excelso que nos unió  siempre y que jamás transgredió la barrera de la castidad, como si un seto protector nos  preservara de la sorpresa que nos daría el futuro.
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Riéndonos como si aún fuéramos niños, atrapamos la felicidad en nuestros corazones y comenzamos a transitar  por las calles con las manos apretando los recuerdos. .. Casa, negocio y nuevos hermanos.
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Conversando de lo ocurrido, nuestras cabezas se perdieron a medida que nos alejábamos. Hermanos desde siempre, agradecimos  llorando  el invisible  auxilio  que llegó justo a tiempo.
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