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viernes, 28 de mayo de 2010

Liliana Zabala. -Cuento breve-

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Corría la década del ochenta, avanzada aproximadamente unos seis años. Cursaba séptimo grado en una fría y deprimente escuela de Tablada. Era muy rubia y de baja estatura. Poseía unas trenzas tupidas y largas que embellecían la frescura de su rostro de manera sorprendente. Sus doce años parecían brotarle desde cada espacio de su piel, testimoniando su candor y su inocencia. Desde el primer banco de la fila, donde a diario se sentaba, me observaba detenidamente. Yo, su maestra de lengua, la analizaba con discreción.
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No resultaba para nada pedagógico que los demás alumnos de la clase descubrieran que Liliana, como así se llamaba, era mi preferida. Suficiente tenían con soportar el hecho de que nunca la hiciera pasar al frente, siempre evitara bajar sus calificaciones o dejara de llamarle la atención a la hora de cometer algún desatino. Es más, lo aceptaban todo por el mismo motivo que yo la prefería. . . porque era la más altruista, la más dulce y buena del grupo.
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No obstante se vislumbraba algo en su mirada que denunciaba dolor y pena. Casi nunca dialogábamos. . .era sumamente introvertida. Durante los recreos surgían, una que otra vez, conversaciones de índole privado, en las que hablaba reiteradamente
acerca de sus hermanos menores, de la pobreza en medio de la cual vivía o del desagradable espectáculo que para ella significaba, enfrentarse cotidianamente a las atrocidades sucedidas en la villa.
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Transcurrieron cuatro meses y llegaron las vacaciones de invierno, tan esperadas por todos. Hubo besos, abrazos, bromas, promesas, sobre todo
promesas.
A las once de la noche de un invernal día de julio, mientras mi familia y yo aún no habíamos concluido de cenar, escuché aquel nombre en el noticiero. Completo: Liliana Zabala. El de ella, por ser la mayor de los hijos, se mencionó en primer lugar. Luego, se dio a conocer la nómina de sus cuatro hermanos y finalmente anunciaron el nombre de los padres... Entrar en detalles sería una invitación al sufrimiento, porque cualquier corazón quedaría paralizado, al conocer la terrible causa que produjo la muerte de estas siete personas.
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Los pormenores de lo sucedido se introdujeron como hielo en mis oídos. La lividez de mi rostro asustó a mis hijas, quienes me sostuvieron con fuerza para que no me desplomara hacia el piso. Mis manos temblaban. Mi corazón parecía no latir. . . se había hundido en un mar de tinieblas donde solo brillaban un par de ojos azules.
Jamás hubiera imaginado que aquel día que marcó el inicio de las vacaciones, iba a ser la última vez que disfrutaría de su compañía.
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Desde entonces, imagino imposible dejar de sufrir cuando pienso que he perdido a esa niña. Frágil, pura y rebosante de virtudes. Derramar por ella lágrimas de profundo desconsuelo es casi como una anhelada obligación. Siento a menudo que estoy en deuda. Hubo muchas palabras que no pude decirle, secretos que no supe escuchar y abrazos perdidos entre las constantes inquietudes que nos alejan de las cosas mas valiosas.
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Es por eso que hoy lloro con las lágrimas de su madre, con los gritos de su padre gimo y sollozo con el desgarrador llanto de sus hermanos. Finalmente la evoco con la angustia de mi corazón, porque sólo yo quedé para llorarla. . . con el dolor de todos los que ya no existen para hacerlo y en nombre de todos los que ya no viven para recordarla.
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Beatriz Donato.
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