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domingo, 19 de junio de 2011

Domingo dieciocho y treinta. Tango

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-Relato
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El vestido negro, ajustado, con un toque de brillo, sobrio en el escote, tus casi cincuenta añitos no te permitían desnudeces; te quedabas con las sugerencias.
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El largo de la pollera justo en mitad de la rodilla, te dejaba lucir las piernas todavía atractivas que enfundadas en las salvadoras medias negras disimulaban esas invasoras venitas azules; producto del irrespetuoso paso del tiempo.
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Los zapatos de charol rojos, taco punta de aguja te comenzaban a desconcertar en su manejo, pero vos los controlabas cual domador de tigres.
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Vista de atrás, todavía impactabas con tu cabello negro azulado, fiel producto de la química, que caían sobre tu espalda en ensortijados bucles trabajados a pura paciencia, con ruleros secadores y piadosa perseverancia.
De frente no te contentabas, lo ideal era a diez metros, tal vez ocho, pero era inútil el tango se bailaba enlazado.
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La experiencia te hacía lucir el imponente prendedor de strass, de esa forma la mirada del otro se encandilaba con él desviándola de tus párpados. Los maquillabas en forma dramática con esa sombra verde plateada que vos tenías conciencia que estaba pasada de moda, pero era inútil, no te podías resistir.
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Dibujabas tus cejas lo más alto posible, pero la naturaleza las volvía hacia abajo donde se confundían con el delineador negro, violento, de tus párpados superiores. Agradecías interiormente las luces difusas del salón y la mesita del fondo que el mozo te reservaba todos los domingos a las dieciocho treinta horas.
Vos llegabas primero, tu amiga Lita media hora después.
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La invariable lata de gaseosa te deprimía, que tiempos corrían, ya no había mas copas de pie alto en ningún club de barrio, pensaste, mientras abrías tu cartera roja en busca de un práctico pañuelo de papel.
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De los parlantes comenzó a surgir la música, los acordes de Di Sarli incitaban a bailar un tango suave y cadencioso, de esos que vos preferías; pero no tuviste suerte la sacaron a tu amiga.
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Tu mirada se paseó con disimulo por el salón hasta que lo descubriste en una mesa cerca de la entrada. Siempre elegante, pese a su abdomen que sostenía una dura batalla con los botones del saco, donde estos ganaban no sin cierto y poderoso esfuerzo. El cabello que comenzaba a ralear, peinado hacia atrás, bastante entrecano, le daban un aire sugestivo de solterón experimentado.
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Lo conocías desde tus primeros bailes juveniles; siempre fue parco, nunca te dirigió mas que unas palabras de agradecimiento. “Muchas gracias Amanda por su gentil compañía”.
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Vos tenias fama de ser la mejor bailarina, a los hombres siempre les inspiraste un cierto temor, por eso ya sabés que hasta las nueve de la noche que pasan a Darienzo nadie te saca a bailar. El canoso apetecible se reserva esas piezas para él y para vos, para lucirse y para sufrir juntos el ritmo alucinado del Rey del Compás.
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El momento llegó, te pusiste de pie y ya la mano de él estaba en tu cintura. Todo desapareció, eras la Duquesa del tango como te llamaban “sotto voce”, desde que te consagraste junto a él treinta años atrás.
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Casi siempre los dejaban solos y ustedes se entregaban frenéticamente al baile, como si fuera el último tango de su vida.
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Parecías nuevamente veinteañera pese al jadeo que te provocaba el esfuerzo de juntar oxígeno para seguir el ritmo febril de tu compañero. Tus tacos rojos despedían estrellas, tus cabellos pájaros de azabache sobre los hombros, la mano de Bruno mariposa firme sobre tu espalda iba marcando el ondulante quiebre de tu cintura.
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El domingo agonizaba y vos renacías al compás de esa danza, que con su hechizo te mantenía con vida siete días más. Y mientras contenías el aliento, cerrabas los ojos y la voz de Echague se colaba furtivamente en tu oído, repitiendo casi como una plegaria
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“Yo no se que loco embrujo le pusiste al yuyo brujo que le diste al corazón...”
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Celestina Di Biasi.-
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