Edgardo José Rocca
Caminando despreocupadamente por la avenida Nazca, una tarde en que el tiempo se empeñaba insistentemente en retaciar la luz solar, más aún, sintiendo los truenos que se descargaban como cañonazos, llegó a la esquina de la avenida Córdoba donde encontró una tentadora mesa vacía contra la ventada del bar allí establecido.
Sin pensarlo nuevamente, ocupó ese mirador por el cual observaba el movimiento de tranvías, omnibus y demás vehículos que transitaban despidiendo agua como fuentes viajeras que sacudían las gotas de acuerdo a su volumen.
También no dejó de ver como las grandes barreras bajaban y subían al compás del paso de los impetuosos trenes con las humeantes locomotoras anunciando, en sus silbatos, la advertencia de su paso arrastrando los vagones marrones con ventanillas llenas de rostros que él no conocía y tal vez nunca lo haría.
Nuevamente en su displicencia se ocupó de la barrera, la cual era accionada por un hombre de mediana edad con una chaquetilla y gorra azul de visera negra y brillante, que colocaba una bandera roja fuera de su casilla de madera al paso de los convoyes. Esta barrera era corta en relación de lo ancho de la avenida, por lo cual una especia de brazo articulado en su extremo se sumaba alargándola, cuando descendía, y pendía como una espada con rayas de colores al elevarse. Algo negro, como un gancho colocado en el centro de la misma, despertó su atención, pensando que sería, al reconocer su uso, recordó un tango de Homero Manzi, ejecutado por Anibal Troilo y la voz de Fiorentino, la noche anterior en Radio El Mundo, titulado Barrio de Tango, cuyos versos decían “un farol balanceando en la barrera.”
Con esas disquisiciones rondando en su cabeza, dejó pasar el tiempo a la espera de que la lluvia que continuaba cayendo desde el alero del techo del bar, dejara de hacerlo, lo que indicaría su fin y podría continuar el camino hacia su vivienda, situada en la calle Maipú al 500 frente a Radio El Mundo.
Estaba por comenzar a beber su segundo café, cuando una sombra de detuvo frente a su amplia ventana. Mirando con un asomo de curiosidad vislumbró la cara sonriente de una anciana enmarcada en una blanca cabellera, que defendía su humanidad de la inclemencia del tiempo, con un paraguas de tela verde oscura, que lo saludaba alegremente con su mano libre, pero dentro de un guante de cabritilla color marrón habano que le daba un toque de distinción a toda su figura.
Su soledad se encontró de pronto invadida por esa extraña dama surgida de improviso, que a un gesto suyo de invitación a pasar y sentarse en su mesa, aceptó de sumo agrado con una mayor sonrisa y abriendo aun más sus grandes ojos azules.
Mientras ingresaba por la esquina y se acercaba hasta llegar a su lado, pasaron varios pensamientos rápidamente por su cabeza poblada de cabellos rubios, pero sin definir ninguno por el corto espacio de tiempo que le dio la señora en cuestión para llegar a su lado.
Casi al unísono que tomaba asiento en la misma meza frente a él, sin querer ir al “Reservado de Familias” que se encontraba al costado del salón, pidió al mozo que se acercó sosteniendo en su brazo izquierdo el blanco repasador que se destacaba de su negra chaqueta, un té con limón.
Hablando con una suave voz y palabras que demostraban muy bien una esmerada educación, esta amable señora comenzó preguntando como se encontraba su familia, la cual recordaba en los años que ambos vivían en el barrio de Palermo, frente al Jardín Botánico, y aún recordaba las tardes que lo encontraba acompañado por su abuelo entrar al zoológico y recorrerlo juntos por los caminos de graba sintiendo al unísono, el peculiar olor de los animales que se percibía a la distancia.
También inquirió por su bufet de abogado en el cuarto piso de la calle Sarmiento al 1200, donde ella concurrió en varias oportunidades por problemas de una herencia familiar un poco entreverada por la cantidad de herederos.
Los minutos llegaron a formar una hora y esta conversación, podíamos decir que era un monologo cubierto ampliamente por la agradable y memoriosa dama, en cuyos recuerdos desfilaron parientes, un viaje de ambas familias a las agradables playas de Piriápolis, durante un verano en el Uruguay, como también recordó el Ford de color negro que tenía nuestro amigo.
Cuando la lluvia se encontraba amainado, casi tan rápidamente como apareció frente a su ventana, esta amable y menuda señora, se colocó el negro y amplio piloto, tomando su paraguas con mango de marfil se despidió afectuosamente con la alegría del fortuito encuentro luego de varios años sin verse ni hablarse, se alejo hacia la entrada de la esquina mostrando una agilidad no esperada por la edad que representaba.
Mientras abonaba la cuenta con un billete de un peso, y teniendo la cara sonriente, comentó con el mozo, yo no soy abogado, nunca viví en Palermo, ni fui al zoológico con mi abuelo, jamás viaje al Uruguay, y el auto que tengo es un Chevrolet azul oscuro, pero ver una anciana feliz con sus recuerdos y no contradecirla, me hace con sus recuerdos feliz también a mi...