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lunes, 12 de abril de 2010

El coleccionista

Cuentro breve.
Egardo José Rocca
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Descendió del tranvía 84 antes que tomara la curva de la calle Helguera con destino a la estación Villa del Parque donde tenía la parada frente al puente que cruzaba las vías y los grandes montículos de los depósitos del Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico.
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Siguiendo por Nogoyá hasta Cuenca, la calle más comercial del barrio, cruzó el empedrado desde la tintorería Nagato hasta la panadería que abarcaba toda la esquina que compartía con el diariero. Continuando por esa vereda deteniéndose brevemente frente al Café y Bar Bijou, un establecimiento que no se permitía la chabacanería, observando, como al pasar, que en la mesa de la vidriera se encontraba tomando el té con su madre, una delgada niña rubia con trenzas rematadas por una blanca cinta y ojos color miel, seguramente como preludio de una ida al cine y teatro Gran Gijou, donde se exhibía la película musical Los Paraguas de Cherburgo y variedades con el noticiero Sucesos Argentinos de la semana.
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Llegando a la esquina de Baigorria, contempla la plaza que en esos meses se encontraba en todo su verdor, con sus árboles pletóricos de verdes hojas, sobretodo el viejo nogal de ese ángulo que de pequeño a escondidas del manco guardián que no permitía pisar el césped, recogía las bellotas para jugar con sus amigos o hacer diminutas pipas.
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Todos esos recuerdos pasaron por su mente mientras caminaba hasta la Sociedad de Fomento del barrio, sede de la Peña Filatélica de Villa del Parque cruzando la calle Campana, mientras los rayos del sol de esa tarde de sábado acariciaban sus espaldas a intervalos producidos por la altura de las casas.
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Entrando al amplio salón donde se reunían los coleccionistas de sellos postales de la Peña, preguntó por el señor Alberto con el cual como intermediario, había concretado la cita telefónicamente para la adquisición de algunas series de valor.
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Alberto, un señor de mediana edad que usaba lentes, trabajaba en el Banco de la Provincia de la calle Cuenca, lo guió hasta una sobria casa de la calle Lavallol cuya puerta de la fachada principal se encontraba abierta en toda su amplitud. Su dintel encajaba perfectamente con el estilo de la casa, construida con esmero, en piedra labrada de Mar del Plata.
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Los visitantes entraron en forma resuelta en el hall, siendo recibidos por una mujer de unos treinta años largos, de agradable apariencia, con el pelo peinado tan tirante que producía el efecto de que llevara puesto un gorrito de satén negro, quien los guió subiendo una espléndida escalera de madera oscura, con baranda tallada, que bordeaba las paredes, a una sala en la plata superior.
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Al ingresar, una alfombra se hundió bajos sus pies, dejando ver dibujos árabes sobre un fondo rojo apagado. La sala tenía ventanales que daban en dos direcciones, a un verde jardín donde se destacaban rosales que orgullosamente mostraban sus flores y pimpollos y la de la derecha, una pradera de cuidado césped con dos blancos bancos de mármol debajo de una glorieta sostenida por columnas del mismo material.
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Mientras observaban por una de ellas, ingresó en la habitación un hombre joven, de cabellos rojos y con pecas en su rostro, el cual saludó afectuosamente a Alberto, el cual presentó al interesado, luego de lo cual fueron invitados a tomar asiento en los confortables sillones que completaban el amoblamiento del recinto.
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Luego de comentar la pelea que Oscar Natalio Bonavena había protagonizado el día anterior con famoso campeón Cassus Clay en el Madison Square Garden, en la cual Ringo se consagró por su garra y fuerte derecha, estando muy cerca de ganar el encuentro, acompañados por varios cafés servidos por la persona que los recibió, la conversación se encausó hacia el motivo de la visita sabatina.
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El dueño de casa resumió que su anciano padre de origen europeo, fallecido tiempo atrás, sin ser filatelista, era una persona que había pensado, de acuerdo a lo que había leído, que la compra de sellos postales era una muy buena inversión, en especial las variedades de colores
y que él personalmente los había adquiridos durante los numerosos viajes que había realizado durante varios años a distintas partes de Europa y los Estados Unidos, conjunto de valores postales que nadie había visto hasta el presente.
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Teniendo en cuenta que él tampoco tenía conocimientos sobre este tipo de coleccionismo, lo llamó a Alberto, antiguo amigo que concurría periódicamente a la Peña Filatélica de Villa del Parque, para que lo asesorara en la búsqueda de una persona que quisiera adquirir este tipo de material de correos ya que personalmente no estaba de acuerdo con la idea de su padre al respecto de estas inversiones.
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Regresó a la habitación trayendo entre sus manos un costoso clasificador con tapas de cuero color azul con iniciales en dorado, mientras se lo alcanzaba a los visitantes, encendió un cigarrillo y al hacerlo brilló un grueso anillo de esponsales en su anular.
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Despaciosamente, con unción, los visitantes abrieron el clasificador, tomando tiempo entre hoja y hoja, observando respetuosamente su contenido, deteniéndose sólo en algunos sellos postales para apreciarlos más detenidamente y conversando en voz baja al respecto.
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En la última página levantaron su cara y fijando su mirada en el joven con una expresión, más bien con un gesto de interrogación, diciendo lentamente entre ambos, que algunos sellos eran de valor, pero otros no condecían con el hecho positivo para realizar una inversión de envergadura, siendo lo que más llamaba su atención eran los que se encontraban clasificados como una variedad de color.
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Como un resorte se levantó el dueño de casa del mullido sillón forrado en pana color arena, al tiempo que se golpeaba la frente con su mano derecha exclamado como despertando de súbdito – ¡Claro, si mi padre confundía los colores, padecía de daltonismo!
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