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sábado, 27 de marzo de 2010

Universos de recuerdos.

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(Un cuento breve, de aqui cerquita, de Ciudadela)
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La tarde desencadenaba con osadía su más ardiente día de verano. Padres, hijos, abuelos, novios y vecinos, se sentaban cada uno en la puerta de su casa, para atenuar un poco el intenso calor que los agobiaba. Se pintaba así, una imagen barrial inolvidable en nuestra querida Ciudadela. Yo en cambio, prefería quedarme adentro, sentarme en el viejo sillón verde, cerrar los ojos y disfrutar de esa paz inigualable que me brindaba mi humilde y pequeña casa ¿Qué encerraban esas viejas paredes, aquellas ventanas pequeñas y esas baldosas antiguas en demanda permanente de una profunda y diligente limpieza? ¿Qué significaban para mí las pocas horas de sol que iluminaban mi cuarto o el imperioso desafío de tener que enfrentarme diariamente a la ausencia de un espacio ínfimo, aunque sea, donde tender la ropa recién lavada?
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Ahora, a través de mis pensamientos, estoy hallando la respuesta. Tengo la plena seguridad de que mi apego a ese hogar, incomprensible para muchos, era el resultado de la armonía interna que impregnaba cada uno de sus rincones, de la felicidad con que mis hijos y yo habíamos vestido su rústica apariencia.
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Vivíamos allí como estrellas luminosas. Crecíamos juntos, aprendiendo a respetarnos y amarnos de manera tal, que las emociones quedaron marcadas a fuego en el interior de la casa. Nuestras vidas estaban repletas de luces... la de la juventud, la del vigor, la de la niñez. Nadie comprendía cómo pudimos vivir veintitrés años en ese pañuelo con pretensión de hogar. Nadie supo jamás si los muebles se adaptaron a la casa o la casa a los muebles. Ni siquiera yo puedo entender cómo de rancho se transformaba en palacio ni cómo, siendo oscura, brillaba como si fuera de plata.
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La dejamos hace apenas seis años. Así cambiamos la casa fea, como todos la llamaban, por otra alegre y airosa. Dueña de un hermoso y perfumado jardín, ésta no logró atesorar nuestras ilusiones, secretos y silencios. Todo atravesaba las paredes y se perdía en el aire. Nada adquiría verdadera importancia como para prolongar una amena sobremesa o pernoctar entretejiendo risas y lágrimas en nuestras largas conversaciones. Estaba claro que algo había fallado. Muchas cosas se marcharon y muchas otras entraron. Se fueron la euforia que envuelve a la juventud y las noches acunando a los pequeños. También los abrazos de los seres amados y las soluciones de problemas sencillos. Incursionaron las esperas interminables e irónicamente, avanzó la oscuridad en medio de tantas ventanas. Llegaron los dilemas de la adolescencia y las osadas rebeldías. Entonces, dentro de ese entorno de puertas barnizadas y patios relucientes, se perdió la infinita paz que me proporcionó aquella vieja morada, injustamente subestimada por la gran mayoría.
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Los prejuiciosos comentarios que ella se ganó a lo largo de muchos años, jamás hicieron mella en el arraigado sentimiento que hoy me inspira. Allí adquirí madurez, pude sufrir con entereza y reír con auténtico regocijo. Es por eso, que en nombre de los secretos que ella guarda, quiero reafirmar su gran capacidad de alimentar buenos recuerdos y resguardar montañas de felicidad.
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Tampoco quiero olvidarme de contarles, que tuvo el enorme privilegio de atreverse a sustentar, con absoluto desinterés y esgrimiendo la espada de la esperanza, la majestuosa entrada de la vida. Ése, es su sello intransferible.
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Beatriz Donato.-
Villa Rebasa - Ramos Mejía.
Buenos Aires - Argentina.
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